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sábado, 24 de febrero de 2018

Egaña | Involución

Con respecto a los más recientes sucesos en el estado español, dentro del contexto de la cada vez más rancia política europea, les compartimos este texto que Iñaki Egaña ha dado a conocer en su cuenta de Facebook:


Iñaki Egaña

No me cabe la menor duda de las buenas intenciones de decenas de grupos de izquierda que, en distintas épocas, intentaron democratizar España. Digo, con todo la intención, "democratizar" y no "modernizar", palabras que apenas tienen coincidencias, a no ser del uso de cuatro vocales distintas cada una de ellas. Incluiría en este listado incluso a organizaciones como las dirigidas por los dos Pablo Iglesias, la histórica que llegó al Gobierno en 1982, y la reciente, que intentó alcanzar los cielos. Pero o fueron abducidos o, de momento, fracasaron.

Democratizar España es palabra mayor, un oxímoron si me permiten la pedante expresión, es decir una contradicción en sí misma. Las reacciones tribales a lo Cid Campeador al proceso soberanista catalán, la soledad tradicional de la izquierda abertzale en su reivindicación de ruptura durante la Transición o el asalto a las arcas sociales para superar el cercano crack bancario, son pasajes que desvelan, entre muchos, la naturaleza de ese proyecto siempre inacabado que llaman España.

No estamos en disposición de decir que yacemos bajo la suela de una dictadura. Tampoco que disfrutamos de un sistema democrático, tal y como entendemos, en su amplitud, el término. No me siento, supongo que como el resto de mis vecinos y vecinas, en un limbo. Se me hace complicado buscar también una definición, del estilo de esa que citan "una democracia de baja calidad". Al margen de esas cuestiones, sí creo, en cambio, que asistimos a una involución, a una vuelta a escenarios extremadamente contraídos, los contrarios precisamente a los que deberían expresar los valores democráticos.

Pero incluso en esa expresión, la impresión tampoco es rotunda. Y me explico. No es rotunda porque en nuestro escenario vasco, la exclusión, la democracia de baja calidad, el apartheid del que citaban algunos sectores de la izquierda abertzale (en su tiempo no creo que la comparación de la segregación ideológica con la racial fue muy afortunada), nunca fueron ajenas desde que en 1978 el régimen español cambió su modalidad. Una sospecha acrecentada con múltiples detalles, entre ellos la sorprendente declaración del Gobierno del actor y luego presidente norteamericano Ronald Reagan quien en 1984 expresó su "apoyo y admiración a la vigorosa democracia española".

Y no manejo esos criterios que ahora están en los escritos de los que aún mantienen la llama de la izquierda porque muchas de las crónicas que denuncian ese rebaje democrático, ya las hemos sufrido en nuestra tierra. Desde el cierre de medios de comunicación, hasta la detención de militantes independentistas, tanto armados como desarmados. Desde la desactivación de los derechos civiles, aunque fuera únicamente para un sector político (al igual que en Catalunya), hasta la aplicación del código penal del enemigo (actuar preventivamente por lo que supone Madrid que va a hacer o pensar la disidencia).

Lo que marca el tempus político actual, al margen de la sistémica deriva de identidad de España, es que el Estado ha vuelto a las andadas para afrentar una de sus más graves crisis históricas. Su credibilidad está a la altura del barro, el expolio institucional en sus cotas más elevadas, su deuda internacional impagable en cualquiera de los escenarios, la caja de las pensiones llena de telarañas, el sistema partidista y sindical anidado por bribones, su majestad borbónica relevada insólitamente en vida del monarca.

En un escenario en el que asoma una nueva disidencia generacional, diversa y con unos códigos bien distintos a los de los conflictos simétricos, las instituciones han abierto las puertas a los habituales salvadores de la patria (española). El hecho ha coincidido con la desactivación y el desarme de ETA que supuestamente abría los postigos al "todo es posible sin violencia". Aquello era una trampa, una mentira para incautos, para sostener el axioma de que la única violencia legítima es la del Estado. Catalunya nuevamente nos ofrece un enorme ejemplo de su uso.

Apartados los celofanes "democráticos", las capas interiores de la cebolla se convierten en exteriores. Y esas son precisamente las que franquean las formas tradicionales de la democracia occidental, para saltar a dirigir directamente la vida cotidiana y, sobre todo, los grandes trazos del dibujo de España. ¿Quiénes son? Los identifican con sencillez en una España que, a pesar de su evidente modernización, mantiene su esperpéntica composición identitaria: poder financiero (bancos y por extensión los medios de comunicación), poder económico (Ibex), poder militar (Guardia Civil y CNI), poder judicial (Audiencia Nacional) y poder simbólico (Iglesia y monarquía). Los que alguna vez llamábamos "poderes fácticos".

Ellos se han hecho con las riendas políticas, sin intermediarios. Fueron los mismos que mantuvieron la España franquista, aquellos que europeizaron su discurso con el apoyo de Occidente y marcaron el pulso de la Transición y son los que ahora contraen el espacio para evitar el crack político, tanto social como territorial. Se han sentido fuertes y, siguiendo la estela de sus predecesores, no han dudado en suprimir derechos y libertades. Desde sus trincheras, han promovido debates ligth sobre una supuesta falta de "calidad democrática". Para enredarnos en las señales y olvidarnos de quienes las emiten. Porque tienen numerosos aliados.

La involución no es jamás una buena noticia ("cuanto peor, mejor" es un error). Y eso también lo perciben otras elites económicas y políticas periféricas. De una manera nítida en Catalunya, de una manera timorata en Hego Euskal Herria, donde el PNV se aferra a su espíritu pactista y reformista para recordar a esos poderes fácticos su labor histórica e incuestionable de freno a las opciones rupturistas, su adhesión al Estado en los años de plomo (terrorismo de Estado, dispersión carcelaria...), su apuesta ciega y natural al neoliberalismo económico.

Pero es muy probable que ese recuerdo de fidelidad no tenga recorrido en un escenario que va más allá de una simple reforma. Los poderes clásicos han olido la sangre y han dispuesto que la ocasión la pintan propicia para dar un golpe de mano y, como sucedió en menor medida en otras ocasiones, contraer su proyecto político. Nuevamente van a por todas. Conocen, además, que una Europa cada vez más conservadora y escorada hacia el totalitarismo, les va a dejar hacer. Sin impedimentos. La presencia de España en la Unión Europea y en la OTAN es aval suficiente para llegar a extremos como los que ha alcanzado, con un coste externo nulo, Recep Tayyip Erdogan en Turquía.

El problema español es, como en otros escenarios del planeta, que las elites reivindican e imponen la exclusividad de sus espacios. En momentos de crisis reniegan de lo público y se hacen fuertes en su esfera privada. La democracia era una excusa para mantener sus privilegios, la descentralización autonómica una maniobra para frenar las opciones independentistas vascas, catalanas o gallegas.

La aplicación del 155 y su uso como amenaza no sólo para las autonomías, sino para toda desviación de la línea del disco duro hispano (presupuestos del Ayuntamiento de Madrid), es una afrenta incluso al supuesto ordenamiento democrático de la Transición. Los poderes fácticos no sólo afrontan la crítica al Régimen del 78 con un "no va conmigo", sino que van más lejos: aquello superó el diseño clásico de España. El golpe de Estado de 1981 (caricaturizado en Tejero) tiene una segunda parte.

Marcos Roitman escribía recientemente que "los nuevos hacedores del capitalismo han renegado de la democracia como forma de vida". En esas estamos. Y aunque parezca una redundancia, con el certificado de ese bucle eterno, todo aquello conseguido por las generaciones que nos precedieron o las que nosotros mismos formamos parte, debe de ser reafirmado cada día. Porque el monstruo es insaciable y viene decididamente a por todos nosotros.







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