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sábado, 9 de mayo de 2015

Egaña | Atrocitología

 Ahora que la bandera española (la que debió haber sido la primera) ondea orgullosa en Sansomendi, les compartimos este texto de nuestro amigo Iñaki Egaña:



Atrocitología

Iñaki Egaña
Mattew White se atrevió hace apenas cuatro años con el conteo de las víctimas de las atrociades más horrendas de la historia. Publicó un extenso trabajo que el editor español llamó "El Libro negro de la humanidad". White, que no tenía títulos académicos, ni publicaba en revistas especializadas, revolvió e inquietó a los historiadores. El New York Times le entrevistó y el mismo se definió, espero acertar con la traducción, como "atrocitólogo". El debate suscitado por las grandes atrocidades de la historia abrió la puerta a definiciones entonces al uso, tales como multicidio, genocidio, demonicidio, feminicidio, megamuertes... Algunos detractores del capitalismo llamaron a la última crisis, genocidio financiero.

Hace unas semanas, José Manuel Odriozola ha planteado una interesante discusión política con relación al concepto de "etnocidio", la destrucción de una lengua y una cultura, hecho evidente en nuestro caso, el de los vascos, que hemos sufrido varios intentos. Su conclusión, del todo lógica, apuntaba a que "hay que ampliar el concepto de víctima y usarlo no sólo en el sentido físico, sino también en el simbólico".

Ya sé que cuando se trata de víctimas hay que atraer al concepto el término del sufrimiento. Y en lo simbólico, sin pesas ni medidas, calibrar el sufrimiento puede ser una frivolidad. Pero los sucesos no pasan porque sí, no se pueden presentar descontextualizados, como pretenden voces interesadas.

Quien detenta el poder pone límites y marca las líneas maestras de un relato que, con el tiempo, dejará su poso. Acabo de llegar, cuando escribo estas líneas, de una conferencia donde una intervención desde el público criticaba con dureza la actuación de "musulmanes" al lado de Franco en la guerra civil.

En realidad se trataba de marroquíes, por cierto bajo nacionalidad española, que cometieron las mismas atrocidades que italianos y alemanes. Y que habían sufrido, unas décadas antes, una de las mayores sarracinas del siglo XX por parte justamente, del Ejército español. Aunque sea como venganza, o como extensión, el contexto explica y amplía.

Es, precisamente desde el poder desde donde se niega sistemáticamente el multicidio, o el genocidio, si usamos una palabra que entendemos todos. Hace unos días se ha recordado el centenario del inicio del genocidio armenio (un millón y medio de muertos) al que su ejecutor, Turquía, niega validez histórica. Ankara lo eleva a un hecho de guerra, como han hecho otros estados con masacres masivas en Vietnam, Sudán o Biafra (Nigeria).

Los ejemplos más palmarios de este criterio, generalizado por otra parte por quienes constituyeron sus relaciones identitarias con claves imperiales, fueron los de España, Francia e Inglaterra, que dejaron millones de muertos directos e indirectos (guerras o consecuencias del expolio, entre ellas enfermedades desconocidas o hambrunas) en América, India o Indochina.

La conquista de Argelia por París y la posterior guerra de liberación no entran en la categoría de genocidio, y en ello Turquía lleva la razón al pedir equidad, porque París los considera hechos de guerra, al margen de que los muertos no llegaron, por poco, al millón de hombres y mujeres. Recordarán que entonces Francia abonó la tortura masiva.

La guerra, al parecer, lo justifica todo. Aunque sea la mayor atrocidad del mundo, desde el bombardeo de Hirosima al de Gernika. Hace unos meses, una asociación llamada Valentín Foronda, compuesta por historiadores del régimen, afeaba al Gobierno vasco que metiera en el mismo saco a todas las víctimas. Porque no son iguales, decían, ni siquiera las del franquismo, amparadas por una guerra anterior.

Los códigos del genocidio han sido retratados con una extraordinaria similitud por parte de las culturas dominantes. La primera de las razones de justificación del genocidio ha sido, en todos los casos, la superioridad racial aunque detrás de esta concepción se escondieran otros factores, como el económico.

La dominación de un pueblo es un suceso que exige el que los adversarios sean retratados en las mentes de los que les subyugan como enemigos, como seres infrahumanos, como salvajes. Sobre el genocidio americano, Earl Shorris decía que «fue necesario considerar al indio como infrahumano. Éste es el primer precepto del genocidio. El genocidio depende del envilecimiento de la víctima antes del acto».

Y así a lo largo de la dominación española y anglosajona siempre se ha considerado al no-hispano o al no-inglés como un ser de segunda categoría, al igual que el nazismo consideró a judíos y gitanos, indignos de la existencia.

Ahora, sin embargo, parece que las tornas se cambian. Y que las víctimas se convierten en verdugos. Con pretendidos mimbres intelectuales, una nueva corriente, soportada por personas supuestamente escolarizadas (entre ellos algún abogado), apuntan un nuevo concepto de genocidio. El cometido por ETA y la izquierda abertzale sobre la población española. Decenas de millones de españoles, apuntan en su andanada, han sido exterminados o susceptibles de serlo, en los últimos 50 años.

La patética y asombrosa propuesta está avalada por informes periciales que no son en absoluto desdeñables: centenares de personas han sido detenidas y condenadas por testimonios similares. Se han convertido, autoalimentados con sus delirios, en atrocitólogos, como diría White, académicos de esa nueva ciencia llamada atrocitología.

Son los mismos que niegan el holocausto en América y lo transforman en un "encuentro de culturas", que escriben "hay que pasar página sobre la guerra civil" o relegan a las canciones del Tío Tom las crueldades históricas de la esclavitud. Son los mismos que miraron para otro lado cuando tuvieron noticias de los hornos crematorios.

Son aquellos que reescribieron la historia para decir que 400.000 personas habían abandonado el sur del territorio vasco hacia el exilio bajo presión abertzale. Los que anuncian que la tortura es una mentira fabricada con manuales de ikastola. Los que abuchean a Gaizka Garitano por hablar en euskara. Los que dijeron que Lasa y Zabala escaparon de los suyos a Sudamérica, los que anunciaron que Martxelo Otamendi era amigo de Ben Laden.

El relato español, o el relato único que tratan de imponer, y en esto los codazos por ser Manolo Escobar o Lola Flores son magníficos (monta tanto tanto monta PSOE-PP), contradice toda la lógica. Pero el nivel está tan alto que apenas importa. La mentira y la manipulación están en el ADN del poder español.

Consiguieron engañar al Consejo de Seguridad de la ONU con motivo de los atentados yihadistas en Madrid el 11M de 2004, achacado a ETA. Y habrían convencido a la comunidad internacional que el bombardeo de Gernika de abril de 1937 fue obra de los propios vascos de no ser por la crónica del británico Georges Steer, testigo directo.

La mezcla de genocidios como el de la shoah, el del Tibet, el del Sahara u otros similares, tiene un objetivo. Moldear el relato. Abrir un totus revolutum para el futuro. Y, de paso, si algún juez quiere hacer carrera con la infamia, una imputación colectiva que se activará si el proceso del bye, bye a España se acelera.

Hace unos años, Garzón fue tachado de extravagante por una iniciativa parecida. Abrió un sumario a cuenta de que los niños de las poblaciones reducidas vascas nacían en los hospitales de las capitales y, luego, según una orden del Registro Civil, podían inscribirse en la localidad de la que habían salido, es decir en la que hasta entonces vivían sus padres. Lógica pura. Garzón pensó que detrás había una limpieza étnica y abrió diligencias. Las cerró ante la carcajada generalizada.

Hoy, con la constatación de que la involución es un hecho, tanto lo de la limpieza étnica, como lo del genocidio, a pesar de que no tiene ni pies ni cabeza, puede prosperar. Nos llevan hacia atrás, en vez de hacia el futuro. Cada día nos cae algún ejemplo. Y volverán a negar que destruyeron Gernika.







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