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martes, 13 de mayo de 2014

Cronopiando | Jack el Destripador de la Aste Nagusia

Les compartimos el más reciente Cronopiando de nuestro amigo Koldo Campos:

 

Koldo Campos Sagaseta

Jack el Destripador en la Aste  Nagusia

(El presente relato participó en el concurso de relatos breves  Aste Nagusia. Obviamente, no obtuvo premio alguno, tampoco mención o referencia. Suerte que Jack tampoco lo esperaba)

Antes de que respinguen, me siento en la obligación de confesarles que sigo  vivo y que las únicas dos verdades que se han dicho o escrito sobre mi persona  es que me llamo Jack y que mi leyenda nació en Londres.

Nada tuve que ver con  los crímenes que se me imputaron. Cierto que, para entonces, yo me había ganado  una sólida reputación como degollador privado, pero doy fe de que sólo aplicaba mis buenos oficios a violadores, pederastas y proxenetas. Nunca he levantado ni  mano ni cuchilla contra mujer o infante. Tampoco contra un animal.

Lo que  ocurrió en Londres y que fue la causa de que empezara a tejerse la mala fama a  la que debo mi buen nombre, es que Scotland Yard al no saber dar con la  respuesta a la violencia machista que tenía a la ciudad en vilo, optó por buscar  a un Jack expiatorio al que poder acusar de todos los feminicidios pendientes.  Caso cerrado. Scotland Yard había hecho su trabajo y, al día siguiente del  anuncio, Londres amanecía en paz.

Para la patriarcal sociedad inglesa era  preferible centrar todo el horror en una sola persona que aceptar que, detrás de  cada cuchillo feminicida, siempre hay más de una mano, y que ningún crimen tiene  tantos cómplices como el que le cuesta la vida a una mujer.

Tuve que huir de  Londres y, gracias a mi rentas en blanco y diferido, dedicarme a hacer turismo  por el mundo releyendo a cada rato mis andanzas en esos medios de comunicación  que, no teniendo a mano una maldita guerra de la que ocuparse, se dedicaban a  especular sobre mi identidad e itinerario.

Viviendo en Estocolmo me  descubrieron en Tananarive; los diez años que residí en Marsella, fui visto en  California y Katmandú, y peor suerte corrí en Beirut donde se llegó a anticipar  mi muerte. De mi estadía en Santo Domingo no se enteró nadie. Para entonces yo  andaba por Bucarest, Ankara y la Polinesia.

Lo que tampoco nadie supo nunca  fue que, entre puertos y aeropuertos, un buen día recalé en  Bilbao.

Casualidad también: “Aste Nagusia!”

Del hotel salí a la calle por  curiosear un rato. Siempre me había llamado mucho la atención el pueblo vasco y  pretendía dar un breve paseo por los alrededores y comprar el periódico. Ya no  volví al hotel. Desde que la primera charanga me pasó por al lado mis piernas  decidieron seguirla y, dos horas más tarde, cuando ya lo había bailado y cantado  todo, una comparsa de txistularis y gaiteros me salió al paso en Pergola y junto  a tres o cuatro más con los que había empezado a andar, txakolí arriba y txakolí  abajo, rendido caí a los pies de Marijaia. El “txupin” y toda la euforia  contenida me llevaron en volandas, caldo va caldo viene, por todo el  Arenal.

Me sentía como en casa, hasta en sus más húmedos detalles. En Bilbao  le llaman “txiri-miri”. Estaba feliz… bueno, y un poco menos abstemio de lo que siempre he sido, pero es que la antxoas piden vino como los calamares una buena  cerveza. Me fascinaba el humor natural de ese pueblo. En Bilbao la gente, para  bailar y reír, no tenía que pedir permiso.

Por la Plaza Nueva, unos tragos  más tarde, disfruté las danzas de esa gente, su música, su manera de ser y  compartir. Ya éramos siete la alegre cofradía que reconfortaba el espíritu de  taberna en taberna; y una docena de feligreses los que asistimos en medio de la  calle a una función de circo y casi veinte los nazarenos que nos flagelamos  otros tantos “txupitos” para mejor sobrellevar una obra de teatro en la Plaza  del Gas.

Los fuegos artificiales me sorprendieron solo en la Plaza Arriaga  y, a su término, levantada la veda de la ginebra por unas horas, proseguí mi periplo por los bares del Casco Viejo hasta acabar emborrachándome en las  “txosnas”.

Ya para entonces, podría decirse, incluso, que me había convertido  en otra bilbainada.

Tarde, pero de buen humor, amanecí al día siguiente. Lo  que no recuerdo es dónde. Sé que iba paseando por la calle de la mano de mi  resaca cuando en una esquina, de improviso, se me heló la sonrisa en pleno Agosto. Volví a leer el cartel que me sobrecogiera y se volvió a repetir el  mismo escalofrío. No lo podía creer y, desolado, pedí ayuda al primero que me  pasó cerca para que me lo explicara. El buen hombre acabó confirmando todas mis sospechas. Yo no podía apartar mis ojos del cartel. Me estaba quedando sin aire  y, esta vez, no podía echarle la culpa sólo al enfisema. Y era cerca de allí, en  Vista Alegre.

No tarde más de diez minutos en llegar. Lentamente me quité la  capa, negra como la noche, y la puse a flotar sobre la arena en medio de la  plaza. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal  escrutando las sombras, oteando al enemigo.

Lo cité de lejos, mirando al  tendido, y se vino hacia mí, ajeno a la suerte que el destino iba a depararle,  decidido a embestirme con su hambre de gloria.

Tres verónicas más tarde,  recorté sus urgencias con un oportuno afarolado y otra media verónica y un  molinete más, antes de permitir que se alejara resollando su temprana  frustración, buscando el burladero.

Cambié de tercio y, a falta de un caballo  y su correspondiente picador, le asesté tres rejonazos que dejaron desnuda su  ambición y tiñeron de sangre el redondel. Aquel blanco chorreao, de grana y oro,  ya nunca sería el mismo.

Cambié otra vez la suerte y, uno tras otro, con  maestría y gracia, le coloqué tres pares en lo alto. El primer par de  palitroques en desagravio por los tantos toros muertos en siglos de festejos tan  inmundos; el segundo par de banderillas, a la salud de la fiesta nacional; y el  tercer par de garapullos, por si no comprendía el acertijo e insistía en llamar  arte a la tortura.

El animal buscó las tablas, rumiando la inminencia del  fracaso, mientras yo, chistera en mano, saludaba desde el centro del coso los  desiertos tendidos, y un torero pasodoble rubricaba mi artística  faena.

Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas, medidas y elegantes.

Soltando gañafones y derrotes volvió hacia mí, buscándome la  espalda. Lo recibí con un pase de pecho y otro más mirando hacia el tendido.  Después un natural, cuatro redondos y un desplante maestro de rodillas.

Varié  de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas en silencio, otro pase de pecho  hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.

Ya estaba  medio muerto el animal pero, irguió el testuz a falta de un respiro, como si me  pidiera un nuevo aire, un imposible gesto de piedad.

Para que descansara la  cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular glorioso a ocho  columnas, un cortijo andaluz, un relicario, una tonadillera, un par de coplas,  una mantilla negra… y cuando al fin, jadeante, reclinó su amenaza en busca de la  fama, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por el  suelo.

Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo,  me saqué a hombros de la plaza.

Una hora más tarde abandoné Bilbao.




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