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lunes, 23 de junio de 2008

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Este escrito ha sido publicado en Rebelión:


La vista no vista

Ramón Sola

Un Estado que se presenta como democrático no ilegaliza partidos políticos, y menos aún si han obtenido el respaldo social de EHAK y ANV. Pero, si lo hace, cabría esperar que al menos se expongan argumentos poderosos, que se presente una amplísima batería de pruebas, que se respeten todas las garantías, que los entes sociales encargados de fiscalizar la limpieza del Estado de Derecho estén vigilantes y que el caso cope la primera plana de la agenda política y mediática. O sea, justo lo contrario de lo ocurrido la semana pasada en el Tribunal Supremo español.

Empezando por el aspecto meramente formal, resulta llamativo que una cuestión de tal gravedad e impacto social se ventile con un procedimiento menos transparente que el de un juicio normal. En estas vistas de ilegalización sólo comparecen peritos y testigos. No se escuchan los informes finales de las acusaciones y las defensas, que se presentarán ahora por escrito. Tampoco existe fase de declaración de «acusados» al no existir tales como personas individuales. Antxon Gómez (EAE-ANV) o Nekane Erauskin (EHAK), por citar dos ejemplos, han declarado como testigos, lo que paradójicamente ha hecho que la Fiscalía y la Abogacía del Estado los «tachen» por «ser parte interesada». En cuanto a los «acusadores», todos eran policías y guardias civiles, todos se ocultaban tras un número y un biombo, y lógicamente todos han sido considerados también «parte interesada» por las defensas.

Los defensores de la limpieza del proceso argumentarán que se dilucida en el Supremo, máxima institución judicial española, sólo por debajo del Tribunal Constitucional. Nada menos que once jueces han conformado la Sala. Pero hay uno solo que manda mucho más, pese a ser sólo un instructor y estar en un tribunal aparentemente inferior: Baltasar Garzón, de la Audiencia Nacional. Garzón impone la política de «hechos con- sumados». La ilegalización se convierte en la práctica en una filfa después de que ya se haya decretado y ejecutado la suspensión de actividades de los dos partidos. Y Garzón ni siquiera oculta al Supremo su liderazgo, sino todo lo contrario: tanto en agosto de 2002, con Batasuna, como en el pasado febrero, con EHAK y ANV, ha ordenado la suspensión justo el mismo día en que se llevaban a cabo trámites previos del proceso de ilegalización del Supremo. Los policías y guardias civiles también lo saben, de modo que, cuando en estas sesiones se han visto en apuros para sostener la acusación, han echado mano de Garzón: uno que no sabía como justificar la afirmación de que en Ondarroa se habían producido amenazas trajo a colación que Garzón abrió en su día un sumario «por la limpieza étnica que quieren hacer ahí arriba». Y los efectos sobre los partidos ya suspendidos son patentes: uno de los representantes de EHAK explicó al tribunal que no sabía si podía declarar que seguía militando en un partido proscrito.

Así las cosas, las acusaciones no prueban nada, sino que se fuerza a los partidos vascos a declarar su inocencia. La Fiscalía ha pretendido que expliquen por qué lograron tantos votos, por qué EHAK no se presentó a las elecciones municipales tras el éxito de 2005, por qué ANV reclamó los cargos arrebatados por la ilegalización de la mitad de sus listas municipales y forales, por qué uno y otro no vetaron la participación en las campañas de miembros conocidos de la izquierda abertzale -que se supone que no tienen cercenados sus derechos individuales- o por qué rechazan el TAV si ETA también está en contra.

En este bloque ha aflorado una vez más la eterna incapacidad española para entender fenómenos vascos como el auzolan o la respuesta a la injusticia. Un guardia civil afirmó sorprendido que «¡ellos dicen que lo que ha hecho el Estado con ellos es apartheid!». El fiscal preguntó al alcalde de Legorreta cómo pudo hablar de «parar» el TAV si en un comunicado de ETA apareció una frase similar: «¿Qué pasa, que acaso se le calentó la boca?», le preguntó textualmente. Ni él ni el abogado del Estado entienden cosas tan simples como la compatibilidad entre criticar el TAV y defender un modelo social de tren. Y ambos pusieron cara de póker cuando el alcalde de Itsasondo les explicó que en su pueblo el 90% está en contra del macroproyecto.

A todo se le suma la indolencia de policías y acusadores, que aportan el factor de esperpento. Por dar algunos ejemplos, la Fiscalía se ha inventado un nombre por el que ha preguntado con reiteración -una tal Tomasa Goirizelaia a quien nadie conoce- o ha convertido en mujer a Unai Urruzono, el cabeza de lista de ANV de Ondarroa. Ninguno de los guardias civiles que elaboraron un informe supuestamente experto sobre «coacciones» a electos en esta localidad llegó a hablar con alguno de ellos: no sabían siquiera quién era el cabeza de lista y ex alcalde jeltzale (Aitor Maruri) y a varios no les constaba que los representantes del PNV hubieran difundido públicamente una nota en la que renunciaban por respeto a la voluntad popular. Uno de ellos indicó que Joseba Egibar nunca tomó posesión como alcalde en Lizartza (lo fue durante cuatro años) y confundió Azpeitia con Azkoitia. Otro tradujo «lapurretarik ez» como «ladrones no», lo que agrava la acusación. No se salva ni el más experto: el 19.242 declaró que el Anaitasuna es un frontón o que el concejal ekintzale Santi Kiroga es el alcalde de Uharte. Les da igual.

No es de extrañar que incluso medios madrileños cuyas simpatías no son dudosas hayan admitido las victorias de la defensa en múltiples terrenos. Pero nadie duda de que la sentencia está cantada, si no escrita. En el Estado español no se ilegaliza en el Supremo, sino en el Consejo de Ministros y en un juzgado de instrucción de un tribunal especial. Y el resto, a lo que se ve, ni siquiera hace falta vestirlo.




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