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lunes, 15 de marzo de 2004

El Retorno del PSOE

No hay que echar las campana al vuelo por el triunfo del PSOE, partido que se benefició en las urnas como resultado directo del vil manejo que hicieron desde el PP a la tragedia vivida por el pueblo español durante la sangrienta jornada del 11-M. El PSOE ya ha gobernado el estado español y nada positivo resulto de ello, ni para los españoles que vieron la corrupción elevarse a cotas inimaginables - pequeño detalle que obvia el trosko Guillermo Almeyra al alabar a la filial catalana del PSOE - y mucho menos para el pueblo vasco, que sufrió las consecuencias de la intensificación del terrorismo de estado con la creación y despliegue de los GAL. Dicho lo anterior, les compartimos el editorial que dedica al resultado en las urnas de las aventuras belicistas del PP el diario La Jornada:

De regreso

Los pueblos que integran el Estado español rechazaron ayer la mentira, el belicismo criminal, la manipulación del dolor humano con propósitos electoreros, el autoritarismo y la mediocridad, y ordenaron con su voto mayoritario el fin del periodo en el poder del Partido Popular (PP) y el inicio de un nuevo periodo gubernamental encabezado por el Socialista Obrero Español (PSOE).

Si el triunfo de esta formación da pie para cierta perspectiva esperanzadora, el castigo al PP en las urnas representa principalmente y nada menos que la recuperación de la dignidad y la decencia de España.

Hace apenas tres días la circunstancia electoral española parecía encaminarse a un nuevo y rutinario refrendo comicial del gobierno de la derecha, a un recambio de nombres en la jefatura del gobierno -Mariano Rajoy en sustitución de José María Aznar- y a una ampliación de la condena impuesta por la sociedad al PSOE por su venalidad y sus expresiones de corrupción en tiempos de Felipe González. Pero la mañana del jueves los estallidos en cadena de una decena de artefactos explosivos en vagones de tren que ingresaban repletos a la capital española mataron a dos centenares de personas, hirieron a mil 500, colapsaron Madrid, enlutaron a toda España e indignaron al mundo.

Es muy posible que Aznar, Rajoy; el ministro del Interior, Angel Acebes; el portavoz Eduardo Zaplana y la ministra del Exterior, Ana Palacio, hayan sabido desde el principio que ese atentado criminal era consecuencia directa de la repudiada participación de Madrid en las coaliciones armadas por George W. Bush para invadir, destruir y ocupar Afganistán e Irak. Por eso mismo, o a pesar de ello, la plana mayor del gobierno -ignominiosamente secundada, debe decirse, por los medios informativos más importantes y creíbles- señaló pública y contundentemente a los etarras como responsables de los ataques. Entre la mañana del jueves y la noche del sábado, la insistencia y el empecinamiento en esa versión por el gobierno del PP convirtieron en mentira de Estado lo que originalmente habría podido considerarse un mero error de apreciación, y propició un espectacular vuelco de la opinión pública contra Aznar, Rajoy y los demás mentirosos, quienes ciertamente tenían motivos para distorsionar los hechos: si era un atentado de ETA justificaba, a posteriori, la política represiva, antidemocrática y autoritaria aplicada por Aznar no contra esa organización terrorista, sino contra el conjunto de las expresiones políticas, sociales, culturales y periodísticas del nacionalismo vasco. Más aún, la autoría etarra de los atentados creaba el margen sicológico necesario para generar, en el resto de España, un clima de linchamiento, persecución y fobia contra todos los originarios de Euskadi. En cambio, si se trataba de una acción de Al Qaeda, el horror del jueves mostraría al país el infierno en que lo habían metido la insensatez, la arrogancia y los intereses inconfesables de sus gobernantes.

Contra el sentido común y contra los indicios aportados por la policía española y por expertos del extranjero, indicios que apuntaban al integrismo islámico como autor de los atentados, el aznarismo porfió en atribuir la masacre a los etarras. Ya en las magnas manifestaciones del viernes ocurrieron muestras de descontento por la manera en que el gobierno desinformaba a la sociedad. El sábado, en la víspera de los comicios, resultó evidente que la responsable de la atrocidad había sido Al Qaeda, que Aznar y Rajoy mentían, respaldados por una prensa que no parece la de un país europeo sino la de un reino -es decir, algo más primitivo que república- bananero, fiel hasta la abyección al cacique en turno. La histeria antivasca que pretendieron sembrar los del PP en la población de España cobró su primera víctima: un panadero de Pamplona fue asesinado a tiros por un policía por negarse a colocar un moño negro en la puerta de su negocio. Corrió de boca en boca, de celular en celular y de computadora en computadora la necesidad de exigir la verdad. La tarde del sábado 13, el luto popular por los asesinatos del día 11 se convirtió en indignación manifestante frente a los locales del PP en varias ciudades de España y en un masivo cacerolazo en demanda de explicaciones. Esos manifestantes precipitaron un vertiginoso vuelco de la opinión pública, que se concretó ayer en un voto de castigo con el estrepitoso derrumbe electoral de Aznar y los suyos.

La ciudadanía votó por la paz. Optó por quienes se oponen a la participación de España en las aventuras criminales de Bush y Tony Blair, castigó a la catalana Convergencia i Unió (CiU) por haber cogobernado en tiempos de guerra con el PP y premió a Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), cuyo líder, Josep Lluis Carod-Rovira, protagonizó recientemente un ensayo de comunicación con ETA y fue, por ese motivo, satanizado desde Madrid.

Los votantes no le dieron al PSOE un cheque en blanco ni una mayoría absoluta. El partido que se corrompió en el poder, la formación que se sirvió de escuadrones de la muerte y de un esquema de guerra sucia para "resolver" el conflicto vasco tiene ahora ante sí el desafío de respetar su promesa de campaña y hacer volver a casa a las tropas españolas que se encuentran desplegadas en Irak; enfrenta el reto de desarrollar el gobierno de paz que ofreció anoche Rodríguez Zapatero y desactivar, de una vez por todas, y por medios pacíficos y políticos, la escalada entre el terrorismo etarra y la cancelación de vías políticas y legales para los nacionalistas e independentistas vascos que no comulgan con los métodos asesinos de ETA. Esta, por su parte, debe comprender que la sociedad española posterior al 11 de marzo no aguanta un atentado más, y que en el nuevo escenario cualquier acción terrorista, por limitada que fuera, tendría consecuencias terribles para el conjunto del pueblo vasco. ETA, no está de más repetirlo, debe desaparecer, y permitir que las reivindicaciones nacionalistas o independentistas de Euskadi se desarrollen en el ámbito de la lucha política pacífica y democrática.

Desde otra perspectiva, si la institucionalidad española se toma en serio a sí misma, tendría que emprender un esclarecimiento político y hasta penal de las responsabilidades de los gobernantes salientes en la catástrofe ecológica del Prestige, hace dos años; en el recorte legal de las libertades y derechos fundamentales -como procedieron ante el conflicto vasco- y, por encima de todo, en el uncimiento de España, contra la voluntad de 90 por ciento de sus habitantes, en una aventura militar criminal y contraria a la legalidad internacional, cuyo precio ha sido pagado no sólo con la muerte de algunos espías y efectivos militares enviados a Irak, sino también con la sangre de miles de españoles inocentes en las calles de Madrid. En forma paralela, el gobierno que forme Rodríguez Zapatero -quien ofreció un régimen de "cambio" que apostaría "a la cohesión, la concordia y la paz"- debe desarticular la alianza establecida por Aznar con las histerias bélicas de Washington y reubicar a España en los ámbitos a los que naturalmente pertenece: la Unión Europea e Iberoamérica.

Si se proyectan al ámbito internacional los resultados de las elecciones españolas de ayer, es razonable suponer que sean causa de zozobra para Tony Blair y George W. Bush, quienes han fungido como patrones de Aznar en las empresas bélicas en Afganistán e Irak, y cuyos respectivos destinos electorales distan mucho de estar asegurados. Ellos pueden, desde ahora, empezar a contemplarse en el espejo de Aznar y de Rajoy, expulsados del poder en Madrid, en cuya caída desempeñó un papel central el rechazo ciudadano al militarismo y sus consecuencias.

La sociedad española, por su parte, después de un periodo oscuro y regresivo en el que fue gobernada por un nieto ideológico de Francisco Franco, parece haber regresado a sí misma. Superará la torpeza, la insensibilidad y la vulgaridad con que se condujo su gobierno en los últimos ocho años, llorará a sus muertos y curará a sus heridos, encontrará la verdad de los atentados asesinos del jueves y descubrirá el tamaño de la manipulación de que fue objeto. España demanda paz y reclama decencia.






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